martes, 12 de julio de 2011

Dos tomates, una lechuga

Una gran ciudad; el aislamiento máximo disfrazado de libertad, revestido en ladrillo y hormigón.

Como una niña perdida busca a su alrededor alguien que le tienda una mano y la saque de aquella aplastante soledad; se siente perdida, cobarde y frágil mientras observa la calle desde el zaguán de la puerta.

La lluvia comienza a caer lentamente; demasiado lentamente.

Imagina que la fuerza de la gravedad ha perdido fuerza; quiere creer que el tiempo ha moderado su fulminante avance, y durante unos minutos juega a seguir con la mirada el camino de cada gota de agua y atraparla entre sus dedos alterando su destino.

La emoción la ahoga. Desearía ser una simple gota de agua, olvidar aquel miedo a la humanidad y al inevitable futuro, y caer, simplemente caer.

Cierra los ojos; cuenta hasta cinco; da un paso al frente.
Siente frío al sumergirse en aquella marea humana; la garganta le quema, reprime una sola lágrima, las siguientes las mezcla con la lluvia. Intenta contenerse, se repite que no hay nada que temer, busca tranquilidad en la inmensidad de aquel cielo gris y sin llegar a encontrarla, decide comenzar su camino.

Se cruza con cientos de personas de miradas indiferentes, y a pesar de saber que nadie la mira, se siente observada, juzgada y condenada. Su respiración se entrecorta; le cuesta respirar con normalidad, pero sigue adelante, en silencio y con la cabeza agachada bajo la lluvia.

Tras cinco interminables minutos, llega a su destino. Con voz tímida pide un par de tomates y una lechuga; entrega un billete de cinco euros, introduce las vueltas en un bolsillo y al salir por la puerta parece sentirse liberada.



Se encuentra de nuevo en la calle; el cielo continúa llorando, pero aunque igual, todo parece haber cambiado en ella; sonríe con la ilusión de un niño que comienza a andar y se atreve a mirar al frente mientras camina.

La calle está vacía cuando se encuentra de nuevo con aquellos ojos claros que un día no llegó a olvidar.

La bolsa cae, los tomates ruedan sobre un charco, y esta vez, en silencio, sin ofrecer ningún tipo de resistencia observa desde fuera de sí misma como su cuerpo es apuñalado hasta caer sobre el asfalto mojado; contempla como brota la sangre mientras la desconocida sonríe y se aleja en silencio.

Vuelve en sí misma en el mismo instante en el que un rayo cruza el cielo para despedirla de este mundo, y mientras se pregunta si es miedo o tal vez paz lo que siente.

miércoles, 6 de julio de 2011

Olor a mierda

El mayor problema de un sistema corrupto o injusto es el hecho de que la propia gente que lo sufre lo cree como la única opción.

Tal vez es que no he visto ni vivido todavía lo suficiente como para rendirme a la evidencia de que este es un país dónde el catetismo ilustrado no tiene límite.

¿Por qué o por quién luchar cuando en lo primero que deberías creer (la gente) te da la espalda y te hacen ver que luchas contracorriente por unos ideales absurdos? Que queda en ese punto, unirte a la masa informe de mierda y formar parte de ella hasta acostumbrarte a su olor u observarla desde fuera apenas pudiendo respirar del hedor.

Y ahora tengo dos opciones. Intentar construir una bomba atómica casera para evitar el sufrimiento de estos pobres mortales (no me deis las gracias), o irme de rebajas.

Pensándolo bien, apostaré por lo más sencillo; me voy de compras.
Espero encontrar de rebajas algo efectivo contra el olor a mierda, una mascarilla antigas tal vez, que con este calor se está haciendo insoportable.



* Aclaración: dada la duda que estoy generando con esta entrada quiero pedir tranquilidad, no sufrais por mí alma, no estoy tan mal como para ahogar mis penas en las rebajas. Era coña.
Cualquiera que me conozca sabrá que las ahogaré de una manera mas saludable: a base de alcohol. Típico, ¿verdad? que asco me da ser tan típica... mejor beberé aguarrás.