jueves, 15 de septiembre de 2011

Mientras duerme

Un nuevo día.

Quedan al menos veinte minutos para el amanecer; las luces de la calle se filtran entre las cortinas y al mirar hacía mi izquierda puedo verla con claridad.
La escucho respirar profundamente, en silencio, como cada mañana; es el único momento de paz que siento a lo largo del día.

Algunas veces se esboza una sonrisa en su rostro, y la imagino soñando que todavía es niña, montada en un columpio o divirtiéndose con sus hermanos en una mañana soleada, tal vez dibujando caballos alados o jugando a las canicas; tal vez esté soñando conmigo, desearía que no fuera así.

Hace un año dijo que me quería; no supe qué responder.
Me perdí en la inmensidad de sus ojos, en aquella mirada cálida y esos labios rojos que me ayudan a sentirme uno más, y quise decirle que ojalá nunca llegara a saber qué es lo que yo quería, pero lo único que pude decirle en un susurro inaudible fue que lo sentía.

El mundo de mentiras en el que se sumergió por elegir permanecer a mi lado parece no tener fin, y lo ignora todo, a veces me parece increíblemente estúpida, otras me parece que su búsqueda de la felicidad parece no tener límites lógicos. Por qué tenerlos.

Y la observo mientras duerme, antes de que la ansiedad comience a hacerse hueco bajo mi piel y sienta asco por este tipo de vida al que no puedo renunciar, igual que me es imposible prescindir del aire que respiro.



Todos los días parecen ser iguales.

Son las nueve de la mañana. Mi despacho es demasiado grande y el trabajo siempre es poco.
Como un autómata me conecto a internet y abro una sesión de chat. Me encanta la sensación de poder ser una persona diferente cada día, pero ha llegado a obsesionarme, a veces me cuesta saber quién soy realmente. Preparo con intensidad y dedicación cada uno de los papeles que represento.

Un día soy un jovencito que no llega a la veintena y que juega al futbol en el equipo de su instituto y al siguiente soy un hombre de cuarenta años que trabaja como voluntario en la cruz roja. He sido católico, protestante y ateo, he sido negro y oriental, pobre y asquerosamente rico, he sido policía y payaso de profesión, he sido feliz, he visto el fin del mundo demasiadas veces. Puedo ser todo lo que quiera a través de unas pocas palabras y una foto sacada de internet, y quisiera que eso fuera suficiente para mí, pero nunca lo es.

Algunos días consigo preparar una cita entre mi personaje y la persona del otro lado de la pantalla. Si consigo atraerlo hasta un lugar adecuado todo se desencadena rápido.

Me siento cansado de todo esto. Hace tiempo que perdí la cuenta del número, hace demasiado que olvidé cuándo fue la primera vez.
Observo mis manos: fuertes, vacías... llenas de sangre.

Sí, me siento cansado, agotado, pero requiero esas miradas suplicantes, necesito la intensidad de cada último latido como si fueran los de mi propio corazón. Cada puñalada me excita, la sensación de hundir mi cuchillo en su cuello se ha convertido en una auténtica droga para mi, y no soy capaz de saciar mi sed hasta tener frente a mí un cuerpo inerte.

Cada vida arrebatada se convierte en un simple recuerdo, en una fotografía de personajes que desconozco.

Luego llega la noche, me acuesto a su lado y mientras duerme pienso en el número de días que hace que la conozco. Es tan bonita...
Llevo dos años junto a ella y todavía no la he matado.

lunes, 5 de septiembre de 2011

El caracolico

Con aquel curso del 96 finalizaba en mi colegio la última promoción de la extinta egb.

Estaba en octavo curso; con catorce años éramos los mayores del colegio, aunque extrañamente desde nuestra posición no nos veíamos tan adultos como veíamos a los niños de esa misma edad cuando los mirábamos desde tres cursos por debajo, tan fuertes, inteligentes y maduros como los veíamos desde allí abajo. Es curioso como luego miras hacia atrás y te das cuenta de que aunque con distintos juguetes, seguías siendo un niño, de que con un poco de suerte seguirías siéndolo todavía unos cuantos años y con mucha, conseguirías serlo toda la vida.

De cualquier manera, mientras todo el mundo a mí alrededor estaba repleto de sueños y deseando ver pasar los años para poder alcanzar una libertad que todavía no poseían, yo quería dejar de cumplirlos. Siempre había tenido toda la libertad que cualquiera hubiera deseado, pero jamás había hecho uso de ella.
Aborrecía el mundo de los adultos; sus mentiras, su eternas miserias, su tristeza y responsabilidades; en realidad a esas alturas todavía no había aprendido a odiar la vida como llegaría a hacerlo años más tarde, pero de cualquier manera ya tenía la absurda certeza de morir a los 26 años, por lo que tampoco me esforcé en retener ningún tipo de sueño o en buscar el contacto humano a mi alrededor.
Me equivoqué, y no solo en la edad de mi muerte, como podéis comprobar, sino en todo.

Mi timidez en esos momentos alcanzaba tal grado que en las propias clases que siempre preferí mentir y no tener que presentar en voz alta nada que hubiera escrito a tener que hacerlo frente al resto de compañeros. Mas de una vez baje del habituado sobresaliente por aquella época por esta simple razón.

De esta manera, no es difícil imaginar que era el bicho raro de clase, y el cruel objetivo de todo aquel que quisiera pasar un buen rato riéndose de alguien a quien no solo creía, sino que estaba claro que era más débil que él.

A pesar de todo, tenía amigas, o ilusa de mí, eso quise creer.
Pasados los años llegué a comprender que su único objetivo era el burlarse de mi; se sentían poderosas tras conseguir ver lágrimas en mis ojos, superiores cuando me recordaban que llevaba agujeros en las zapatillas de deporte o que la ropa se me había quedado pequeña, orgullosas de sí mismas cuando me llevaban ante un espejo para que observara mi pelo despeinado, mis gafas rotas y unos dientes que apenas me dejaban cerrar la boca o comer con normalidad.

Jamás nadie me ayudó a creer en mí misma, y yo no supe hacerlo sola.
Intenté más que nunca recluirme en mi propio universo, procurando no escuchar las voces que me gritaban desde el mundo exterior, y en lugar de escoger luchar por mí misma, asimilé la idea de pasar lo que restara de vida estando sola. Para mí las historias de amor o amistad no eran más que cuentos que se les contaban a los niños. Jamás creí en el amor, tal vez porque jamás lo había visto con mis propios ojos.



¿Y a qué viene todo esto? pues ni lo sé.... Hoy leyendo el blog de sonámbulo, el cual os recomiendo porque escribe genial o vamos porque sí, porque me da la gana, recordé una historia del colegio.

Ese último año de colegio, hacia finales de curso, me sacaron a la pizarra en clase de inglés.
La profesora, una terrible vieja que había creado su propio dialecto a partir del inglés tradicional, me dijo que escribiera en la pizarra "Six". A pesar de que mi nivel de inglés en ese momento era digno de dicha profesora, conocía el significado de esa palabra, y desde luego sabía escribirlo, pero mi cabeza ante algunas situaciones se colapsa, por muy estúpida que parezca la situación.

Se me comenzó a nublar la vista, todo parecía dar vueltas a mi alrededor, y como si de un eco se tratara sólo escuchaba los gritos de la profesora repitiéndome que escribiera six en la pizarra; mientras tanto yo luchaba por mantener el equilibrio e intentar no hacer mas el ridículo. Hasta que la profesora con toda la rabia que acumulaba en sus carnes me grito con furia, "Eres tonta o qué, que escribas six, ¡¡SIX, el caracolico, dibuja el caracolico!!".

Por fin fui capaz de volverme hacía la pizarra, y así lo hice; dibujé un bonito caracol.