Habían pasado veinte años desde la noche de su tercer cumpleaños.
Aquella noche la casa había quedado sin recoger; estaba agotada, pero aún así cuando la acostaron le costó conciliar el sueño de la emoción.
En el techo todavía colgaban guirnaldas con letras y globos de colores, y todos los juguetes que había recibido estaban esparcidos por toda la casa. En verdad por aquel entonces todavía no comprendía bien el porqué de aquella celebración, pero en ese momento, y con la ilusión de los tres años ni siquiera le importaban las razones ni se había hecho ninguna pregunta. Solo deseaba que ese día no acabara jamás.
Se despertó pronto, y aquella sonrisa de la noche anterior continuaba dibujada en sus labios.
Procurando no hacer ruido, andando de puntillas y mirando sobre su hombro para asegurarse de que nadie la veía se dirigió al salón dispuesta a continuar ella sola la fiesta del día anterior. Había papeles de regalos, caramelos y juguetes alá donde miraba, había tantos que no sabía por donde empezar. Comenzó abriendo una pequeña bolsa de ositos de gominola, y mientras los devoraba a toda prisa con el miedo a ser descubierta, organizaba sobre el sofá todos sus nuevos juegos, juguetes y muñecos.
Cuando todos estaban dispuestos, los unos junto a los otros, dio un paso atrás.
Observó desde lejos aquel tesoro que sabía que le pertenecía, y después uno a uno y comenzando por la derecha, decidió escoger sus preferidos.
Apartó la máquina registradora, un castillo morado y un muñeco vestido de rosa, y fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaba justamente lo que ella quería en ese preciso instante: los rotuladores de colores.
Miró a su alrededor buscándolos con ansias. Levantó cada cojín del sofá, cada globo y cada envoltorio, pero no los encontró.
Decidió ampliar su búsqueda y probar suerte con la cocina.
A sus padres no les gustaba que anduviera sola por la cocina, y ella lo sabía. Sus pasos eran firmes y silenciosos, su corazón se había agitado por el riesgo que corría de ser descubierta, y eso le encantaba.
La puerta de la cocina estaba entreabierta, y antes de abrirla asomó la cabeza para mirar.
El juego había terminado; ahí estaba su madre, sentada frente a la mesa de la cocina, con una caja de cereales a un lado y la cabeza recostada al lado.
La caja de cereales era blanca y roja, y tenía escritas a rotulador algunas palabras en color negro. En aquel momento no supo descifrar aquel mensaje, pero veinte años después todavía recordaba aquellas dos palabras garabateadas en negro sobre la caja de cereales.
Esas dos palabras adquirieron un nuevo significado para ella, y arrastraron la mentira, la duda, el rencor y la amargura por el resto de su vida. Jamás dos palabras le habían hecho tanto daño.
Nunca quiso hablar de ello y hasta ese día, jamás pudo volver a aquel lugar.
Cuando abrió la puerta esperaba que el tiempo no hubiera pasado, esperaba encontrar alineados todos sus regalos, los globos todavía con aire en su interior, y en la mesa de la cocina alguna razón, algún motivo o explicación a aquel "Lo siento" que ese día no supo interpretar en la caja de cereales.
No encontró nada.