jueves, 9 de agosto de 2012

Cada caricia eran meses, cada beso...

Se llama Eva, y tiene treinta años.
Su cabello es oscuro y liso; su cuerpo pequeño y delgado, y hoy sus ojos tienen un brillo diferente.

Un día su vida se cubrió de tristeza.
Aquella persona que le había prometido ofrecerle todo su amor y todo su futuro, aquella en la que tanto había confiado, la abandonó por otra, y se sintió traicionada, como un muñeco viejo sustituido por uno nuevo que todavía conserva un aire desconocido o un olor especial.

Se llama Adrián, y tiene treinta años.
Su cabello es oscuro y rebelde; su cuerpo grande y fuerte, y hoy sus ojos rasgados también tienen un brillo diferente.

A lo largo de los años su vida se había llenado de amargura.
Aquella persona a la que había prometido ofrecer todo cuanto era, hacía tiempo que había dejado de demostrarle su amor, y el tiempo pasó hasta desgastar sus propios pensamientos y la simple ilusión de vivir.

Llevaban meses viéndose a diario sin apenas saber el nombre el uno del otro, pero un buen día la historia tomó un rumbo diferente. Él se sentía agotado y miserable; ella se sentía sola, se sentía tremendamente perdida.

Sin saber por qué, él confió en aquella desconocida para contarle todo aquello que nadie jamás había escuchado, todo aquello que le estaba matando por dentro en silencio y lenta agonía, desnudó su alma y por primera vez en muchos años se sintió libre mientras ella simplemente le escuchaba; se convirtió en el hombro en el que apoyarse y en la luz al final del camino; al cuarto día, ella le confesó que le quería, y sin dudarlo un instante, el contestó que también.

Pasó el tiempo; en los rostros de ambos se borraron las arrugas de la edad, rejuvenecieron diez años, y con la ilusión de un niño aprendieron de nuevo a sonreir, a sentir un abrazo, a besar, a desear que el tiempo se parara por siempre por un simple roce de su piel, y a vivir; el día que aprendieron a vivir sus miradas se iluminaron hasta no necesitar otra luz que alumbrara sus caminos.

Se trasladaron a un pequeño piso de enormes ventanales sin cortinas, y ahí alimentaron su amor, sin prisas, vieron crecer su confianza y sus ilusiones día a día, y nacer a una pequeña niña de rizos rubios y ojos castaño claro.


Desde el edificio de enfrente, una anciana los observaba día y noche a través de un pequeño agujero abierto en la pared al que ni siquiera se le podía denominar ventana.

Sentada en una pequeña banqueta azul, los observaba reír y conversar y mientras veía crecer a la pequeña de rizos.

Hacía tiempo que había dejado de vivir, de comer, reir y sentir; cualquier rastro de ilusión por la vida se escapó por aquel pequeño agujero. Hace poco también ella tenía treinta años, ahora los sentía como ochenta.

En su soledad, únicamente hablaba con la sombra de un pasado que ahora se encontraba al otro lado de la calle, rozando la mano de otra, y su vida se limitaba a observar con tristeza aquella vida que le correspondía y que un día le arrancaron de los brazos creyendo que su amor se había agotado.

Jamás quiso olvidar, le suplicó que regresara, le imploró, lloró hasta que se le agotaron las lágrimas, y finalmente, juró esperarle toda la vida, y así lo hizo.

Cada caricia que presenciaba le restaba meses de vida, cada beso... años.